HISTORIAS CON OLOR A PAN. Notas para adultos que quieran una infancia feliz.
Por Ma. Celeste Armas Bacci
Cada jueves Martina y su mamá van a merendar a la panadería después del cole -no se llama Martina, pero respeto el anonimato y también me hace acordar mucho a una de mis mejores amigas que nos conocemos desde chiquitas y, la peque tiene un no se qué que me recuerda a ella, asique así la llamaré en esta historia.- Creería yo que ronda unos 11/12 años.
Cuando aún no hacía tanto frío compraban la Cookie y se la llevaban para comerla en el parque, lo sé porque las escuchaba comentar ahí mismo. Pero a partir de los primeros fríos se empezaron a quedar en las mesitas de la panadería.
Al principio había una dinámica que me llamaba la atención: la mamá le daba la plata y Martina me pagaba. Veo mucho esto con muchos papás y mamás, y se nota que hay intención de que los chicos empiecen a conocer el manejo de la plata, me parece algo genial.
Pero volvamos a Martina. Una tarde, luego de pagarme, escucho que la mamá le dice:
- ¿Cuánto debería darte de cambio? (Acá le dicen cambio al vuelto)
Veo a Martina haciendo cálculos mentales, y yo -de metida y queriendo ayudar- le digo que si quiere le doy el ticket, porque quizás visualizando el monto es más fácil calcular. La mamá me hace un gesto con la mano de que no, y que la deje.
Ahí entendí la dinámica, la intención era estimular a Martina a realizar cálculos mentales. Demás está decir que Martina le pega a la perfección al vuelto, y hay que decirlo, más rápido que yo que tengo que darle el cambio jaja. A ella parecía agradarle el desafío, al menos hasta ese día.
PERO UNA TARDE
Una tarde, de muchísimo frío, pasaron un buen rato sentadas, y parecían conversar bastante. Cuando llegó el momento de pagar, la mamá me pregunta cuánto es, yo le respondo, y hace gesto a Martina de que calcule. En ese momento, Martina le hace una mueca de que no tenía ganas, y la mamá insiste sin dar lugar a unas “vacaciones” de cálculos mentales.
La cara de Martina en el mostrador esta vez fue diferente, y pareció que esa última escena se había robado todo el protagonismo, diluyendo las conversaciones divertidas que habían tenido con su mamá hacía unas horas.
Obvio que le pegó a la perfección, al punto que yo reviso siempre a la hora de darle el vuelto, porque me da miedo hasta a mi errarle, jaja
CORTITO Y AL PIÉ
Admiro mucho a esas mamás y a esos papás que encuentran la oportunidad del aprendizaje en el día a día desde el juego. No tengo dudas -y lo dice la ciencia- que esos aprendizajes después son los que más quedan, porque entra la emocionalidad, el afecto, los sentimientos, y muchísimas dimensiones que hacen que eso quede
PERO: ¿Qué pasa cuándo deja de ser divertido? Creo que en el momento en que ya no hay complicidad o disfrute, y aparece la obligación o la presión, deja de ser un juego para convertirse en otra cosa. Es como si se traspasara la fina línea de la diversión a una especie de sobre-exigencia. Y no es que crea que no debe haber esfuerzo en el aprendizaje ¡y claro que la exigencia es buena! – en su justa medida- pero entonces ordenemos los frasquitos y a cada momento su objetivo.
¿Qué quiero decir? Si es un juego es un juego, y los juegos si no hay ganas no se juegan. Ahora, si quiero que aprenda cálculo mental más allá de las ganas, estableceré un espacio, un horario y un momento en el que sea para eso y haya claridad que el esfuerzo hará bien, que será bueno para ella y que la exigencia en su justa medida será algo a favor.
Pero cuando se pasa fina línea entre lo lúdico y la obligación, queriendo sostener que aún es un juego, quizás podríamos estar sembrando en nuestros peques una pizca de autoexigencia por sobre el disfrute, y quizás esto pasará factura unos años más tarde.
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